Tenía 6 años cuando todo cambió. Era noviembre de 2005, justo antes del Día de Acción de Gracias. Pasé de ser un niño curioso y enérgico a estar constantemente cansado, con muchísima sed y simplemente fuera de mí. Mi papá pensó que tal vez eran dolores de crecimiento, pero mi mamá sabía que algo andaba mal.
El día antes de Acción de Gracias, me diagnosticaron diabetes tipo 1. Nunca olvidaré el miedo a mi primera inyección de insulina: salté en la cama gritando: "¡No, mamá! ¡No dejes que me la pongan!". Fue desgarrador. Pero ese momento marcó el comienzo de un camino que me moldeó como soy hoy.
Mis padres me animaron a asumir responsabilidades desde pequeño. Me animaron a participar en las caminatas para recaudar fondos cada año y me ayudaron a aprender a cuidar mi salud y a elegir bien mis alimentos. También asistí a un campamento para diabéticos de la Asociación Americana de la Diabetes en Camp Duncan, donde conocí a algunos de mis mejores amigos de toda la vida, personas a quienes llamo mis "diabesties".
Con los años, me he vuelto más independiente, más empoderada y más conectada con una comunidad que me recuerda que nunca estoy sola en esto. Mi diagnóstico puede haber cambiado mi vida, pero también me dio fuerza, propósito y amistades que me han acompañado desde entonces.